Manuel Padorno 1933-2002
Está Vd. en Poesía > Textos Críticos

El (imposible) testamento marino*

Antonio Puente

Versión imprimible

“No hay nada más engañoso que la mística / al sur del mar atlántico”, escribió Manuel Padorno (1933-2002) en Desnudo en Punta Brava (1990), un libro que marca un punto de inflexión respecto a la profusión de títulos inmediatamente anterior, agrupados luego en El náugrago sale (1989), su otro grueso volumen, y un formidable contrapunto de esta diáfana tetralogía de Canción atlántica –que podríamos considerar el testamento de Padorno si no fuese porque aún cuenta con ¡ocho poemarios inéditos! “Cómo aprender a oír de nuevo todo”, clamaba en aquel libro, en que el autor iniciaba su viraje, escorándose ya del todo (y sin salirse del trecho de su casa, a la que alude el título, en la playa Las Canteras, de Las Palmas) a la observación de la resaca marina–donde, según su admirado Lezama, se halla el centro de la vida insular.

Si tras su retorno a las Islas, en los años 80, luego de décadas en Madrid, Padorno se emplea a fondo en cimentar y enjalbegar de elementos universales la cultura local (Una bebida desconocida (1986) y los sonetos de Efigie canaria (1994) son dos buenas muestras), ahora iniciaba el camino inverso: la más radical salida al exterior a través del universo playero, con palabras nadadoras, objetuales, liberadas de cualquier verbalización simbólica o sentimental; en versos que, aun comprometidos con lo que él mismo enarboló como la “comarca cultural atlántica”, se mantuviesen análogos al ritmo cibernético de las olas, sin dar cabida a sujeto alguno y, sobre todo, al sentido del tiempo, tan caros a cierto canon de la generación del 50.

Canción atlántica, que lo ratifica como un “extraterreste” entre los poetas de esa promoción, supone la consumación de cuanto allí se avizoraba; la de alguien que, sabiéndose ya oriundo de “ese lugar indescifrable, informe / genuino país de la otra luz”, nos muestra ahora “el aroma mareante”, las sábanas de yodo maculadas, todos los olores visuales y palpables (“La playa es una larga cama abierta”, dirá hacia el final), según el recorrido que entonces anunciaba: “Quiero entrar en la alcoba del agua”. Especialmente, los dos últimos poemarios de esta tetralogía, El otro lado y Fantasía del retorno, inéditos hasta hoy, pueden ser interpretados como una poética; aún en su misma clave “padorniana”, de hermetismo encarnado y de operar siempre como un quebrantahuesos sobre la sintaxis, el tiempo y el espacio convencionales, el discurso se vuelve más explícito; más razonador del espacio sensorial, exterior e invisible que propugna, como si el autor fuese consciente de estar cincelando un pórtico para el conjunto de su obra.

Más “metafísico” también (contiguo, tal vez, a los “poemas verticales” de su admirado Juarroz), con todas las reservas, pues un rasgo padorniano es que ni una sola señal de escape de la inmanencia orgánica (“Yo palpo cada letra, por adentro”). No hay “metáforas”, sino olorosas literalidades en el límite, al trasunto de la orilla playera. Y aunque parezca apuntalar una mística, ésta es “engañosa”, pues no hay fusión sino consanguineidad y trasvase, en un plano siempre hedónico y carnal, entre el bañista y la luz.

Canción atlántica puede ser leída como el acta de defunción del cementerio marino (“Ya no podemos continuar, anómalos / metidos en carcasa milenaria”). Y el de nacimiento de un “presocrático” de la era digital, empeñado en darle cuerpo analógico, objetual, volverla tangible. “La luz es mi país”, proclama quien, en toda una vasta obra, no deja epitafio alguno, consciente de la imposibilidad de un testamento: “La música del mar, a cada paso / suena reciente, a nada semejante”.


*La razón, Caballo verde, Madrid, 3 de octubre de 2003, pág. 41