Manuel Padorno 1933-2002
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La poesía de Manuel Padorno: una teoría de la visión *

Vicente Valero

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La experiencia y la realidad han sido siempre –y lo son ahora con la misma intensidad de siempre–, en manos de los poetas, más incluso que en manos de los filósofos, susceptibles de las más originales transformaciones, así como de violentas reinterpretaciones. La tensión entre el mundo objetivo y el mundo subjetivo es la primera señal de la poesía. En el grado de esta tensión encontramos los diferentes modos de entender el discurso poético. Para algunos poetas, la experiencia y la realidad son sólo objetos representables, asumibles en un discurso narrativo y fiel. Para otros, se trata más bien de un material cuya naturaleza posee más sombras que luces, más interrogantes que respuestas posibles, más caos que orden, más indefensión que supremacía, más violencia que conformidad, y, en definitiva, son asumidas como complejidad que pide no tanto ser narrada o descrita, como investigada y desvelada.

Lo que hemos aprendido de la poesía de Manuel Padorno tiene que ver, sin duda, con esta difícil y compleja tensión entre lo subjetivo y lo objetivo. El poema da cuenta de una epifanía, es en sí mismo una epifanía, y como tal nos ofrece siempre una nueva manera de sentir y percibir las cosas. Todo poema es único e irrepetible, porque surge de un momento de tensión único e irrepetible en el que las sombras, los interrogantes, el caos, la indefensión y la violencia son el corazón mismo de la experiencia de lo real. Cuando leí por primera vez la poesía de Manuel Padorno comprendí hasta qué punto la naturaleza de los objetos se nos impone, actúa sobre nuestra mirada, sobrepasa nuestra visión, con qué fuerza interviene. “Al principio sufrí con los objetos”, “Parecía que nunca iba a entenderlos”, nos dice. Nombrar la naturaleza desde dentro, ver y decir las cosas desde dentro de los objetos mismos, fue para mí un descubrimiento esencial, un camino nuevo.

Nuestros contemporáneos racionalistas observan los objetos con la arrogancia propia del racionalismo. Pero la verdadera poesía, que siempre ha ocupado espacios más allá de la razón, nos enseña a contemplar las cosas de otro modo. La realidad es en la poesía de Manuel Padorno un material que requiere ser no tanto pensado y juzgado como reorganizado nuevamente: la luz, el mar, las playas, los bañistas, el cielo, la vegetación, los animales… Todo cuanto aparece en la poesía de Padorno está ahí para ser visto de nuevo con una mirada nueva, una mirada que busca asociaciones, transformaciones, combinaciones diferentes, capaces de crear una nueva realidad: la otra realidad, que no es más que la que el poeta se ha impuesto, como obligación, fundar para sí mismo, en un esfuerzo por comprender las extrañas relaciones entre la apariencia y la verdad.

Alguna vez se ha hablado de la poesía como alquimia y creo que, si esta definición tiene algún sentido, lo tiene sobre todo leyendo a Manuel Padorno. La realidad transfigurada por la alquimia verbal es el tema mismo de la poesía de Manuel Padorno. La palabra poética deviene una ciencia nueva, una misteriosa ocasión para contemplar el mundo desde su transparente movimiento: las cosas son no como son las cosas, sino como las decimos.

En este nuevo decir, Padorno ha fundado su mundo: un territorio en el que lo visible es siempre un acceso a lo invisible. Lo invisible –y éste es, me parece, uno de los aciertos más importantes y originales– no está en otro lugar, no alude a un más allá metafísico o sobrenatural, sino que lo invisible se encuentra en la cosa misma, en lo visible. Lo que consigue la alquimia verbal de Manuel Padorno es mostrar las relaciones entre lo visible y lo invisible que hay en todas y cada una de las cosas de este mundo concreto y real.

Toda gran poesía es una teoría de la visión. La que Padorno ha elaborado con sus poemas tiene que ver sobre todo con su percepción de la naturaleza. La naturaleza no es un territorio estable, quieto y armónico. Más bien se diría que es todo lo contrario: es un estado en constante perfeccionamiento y transformación, sin un orden descifrable, sin una pauta racional. El mar puede dar lugar a “un árbol de luz”; el salitre puede llegar a ser el mejor de los “azúcares azules”. Y entre las olas se distinguen “algunos animales desiguales”, un zoo íntimo. Nadie ha mirado el mar, en la poesía española de todos los tiempos, como lo ha mirado Manuel Padorno. Es como si nadie tampoco lo hubiera comprendido antes. Lo que hay en el mar, siempre he pensado, sólo lo sabe Manuel Padorno. Este es su legado.

Por supuesto, no se trata solamente de buscar metáforas. Esto lo sabemos hacer casi todos. Se trata más bien de esperar el momento en que la naturaleza cambia y se revela y nos ofrece figuras irrepetibles, instalarse en ese momento único, vivir en él. Esta es la gran experiencia en la poesía de Padorno: situarse en el flujo de las cosas, en el movimiento cambiante y transformador de la realidad, como una sombra presocrática al acecho de una verdad nueva. Así, el poeta dice las cosas desde dentro, no las contempla desde un mirador –como lo haría un poeta figurativo–, se implica hasta formar parte de ese mismo flujo inevitable. Las apariencias resultan entonces igualmente verdaderas.

Como dice Wallace Stevens, “el realismo es una corrupción de la realidad”. Frente a la poesía realista de los poetas de su generación, Padorno ha investigado en lo verdaderamente real. Esto no es otra cosa que la base sobre la que todo se mueve, un territorio blando, susceptible de ser amado y contemplado, un territorio blando, susceptible de ser amado y contemplado, un territorio conquistable desde las apariencias, recorrido a tientas como un espíritu ebrio de belleza; un territorio que, en definitiva, pide ser dicho cada día de un modo nuevo, porque cada día es, en sí mismo, una realidad diferente.

Ni siquiera los poetas llamados realistas han dejado que entrara en sus poemas tanta realidad como ha conseguido hacerlo Manuel Padorno. Pero la realidad es, como la experiencia, mucho más compleja de lo que creen los poetas realistas. Esta complejidad es, seguramente, la que nos induce a ser poetas de modo irremediable, pues el lenguaje de la poesía es el único que parece dotado para despejar algunas de nuestras incógnitas más comunes. Nuestra obligación no es obtener la claridad, sino que, como decía John Keats, consiste en saber amar el principio de belleza que existe en todas las cosas. La belleza puede ser clara o no, pero siempre será luminosa.

Delante de la obra de Manuel Padorno sentimos que la poesía ha cumplido con su principal función: la de hacer posible un emocionado entendimiento de las relaciones entre las cosas de este mundo, y entre estas mismas cosas y nosotros mismos. Como todos los grandes poetas, Padorno ha devuelto a la palabra poética su dignidad, su carácter mediador y su belleza. Quienes, además, tuvimos la suerte, algún día, de hacérselo saber y de poder agradecérselo, hoy nos sentimos comprometidos con su obra de un modo especial y diferente.

Hay muchas lecciones en la obra de Manuel Padorno. Yo elijo, entre todas, una: la que nos hace amar también las apariencias, la que nos hacer verlas como una verdad distinta. Porque como señalabas Simone Weil: “La belleza del mundo nos advierte que la materia es merecedora de nuestro amor”.




*Para la mesa redonda: Manuel Padorno en la literatura actual, Círculo de Bellas Artes de Madrid, 3 de octubre de 2003