Manuel Padorno 1933-2002
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Guía para una lectura de la poesía de Manuel Padorno (Página 1 de 3)

Juan Manuel Bonet

Manuel PadornoVersión imprimible

“La obra de uno no es un proyecto definido. Es un tanteo azul
M.P. a Juan Cruz

La poesía de Manuel Padorno, recientemente desaparecido, y que también cultivó la pintura, se alza como uno de los espacios literarios en castellano más fascinantes, y a la vez, por desgracia, menos frecuentados, de la segunda mitad del siglo. En un momento en que prácticamente todos los poetas mayores de la generación del cincuenta, incluidos un Juan-Eduardo Cirlot, un Alfonso Costafreda o en el propio mapa canario un Luis Feria, empiezan a ocupar el lugar que merecen, el suyo sigue siendo un orbe poético pendiente, tanto de edición –no existe en su caso nada parecido a unas obras completas como sí las tiene desde hace poco el último de los nombrados– como de lectura.

Padorno, tinerfeño de 1933, y de vida errante hasta su llegada a Las Palmas con su familia, en 1944, pertenece –se es de donde se ha hecho el bachillerato, decía Max Aub– a la generación grancanaria del cincuenta, en la que se ubica junto a sus primeros amigos en el mundo de la cultura, el pintor Manolo Millares, los escultores Martín Chirino y Tony Gallardo, y el compositor –y futuro fundador de ZAJ– Juan Hidalgo, con los que comparte un espacio vital, el de la Playa de las Canteras, por él recordado en Poema manuscrito para la revista Astil, con dibujos de Manolo Millares, 1954su poema “Sol de Las Canteras” –en Diario de Las Palmas, 24 de marzo de 1966–, y que luego, como a su debido tiempo veremos, sería el espacio donde se alzaría su definitiva casa de la vida. Años muy bien evocados por Millares, en sus Memorias de infancia y juventud, que edité en el IVAM, en 1998, y de las que, de 1953 en adelante, Padorno es, como no podía ser de otro modo, uno de los protagonistas. “En casa, el joven Padorno (Manolo) casi comenzó a hacer poesía. La primera vez que nos visitó de la mano de José María Benítez (…) nos leyó cosas con fuerte influencia de Antonio Machado”. Y también: “Con una imaginación desbordada y fuertes dotes de poeta fue encontrando un mundo con cierto apoyo surrealista, pero con una dimensión totalmente nueva. Cada día llegaba a vernos con cosas nuevas impregnadas de esa espontaneidad muy suya”. Según confesión propia, por aquella época el poeta en ciernes, trabajador durante un tiempo en la fábrica de conservas Escobio, ubicada en la propia playa, ya había leído cosas relativamente modernas: los poemas en prosa de Baudelaire, El poeta asesinado de Apollinaire, Opio de Cocteau, las Literaturas europeas de vanguardia de Guillermo de Torre, y títulos de Alberti, Dámaso Alonso, Ramón Gómez de la Serna, Kafka, Neruda, César Vallejo…

Cubierta de la revista hecha a mano por Manolo Millares y Manuel Padorno, 1954El primer libro de Padorno, Oí crecer las palomas (1955), publicado en Las Palmas, y que pasó desapercibido fuera del ámbito canario, es fruto directo de aquella primera atmósfera generacional compartida. Su edición de sólo 150 ejemplares la pagó Chirino, que por aquella época realizaba sus Reinas negras.

El volumen va ilustrado con dos ilustraciones de estilo sintético –su cubierta, y el retrato de su autor en el frontispicio– por Millares, que había participado en los Salones del Jazz barceloneses. Se trata de una pieza de “teatro poético” a tres voces –el Poeta Negro, la Mujer Negra, el Poeta Blanco–, dedicada a los dos artistas amigos y a Elvireta Escobio.

Fue representada en 1957 en el Hogar Rural de Agaete, en el marco de una exposición de Pepe Dámaso, y dos años más tarde en Las Palmas, en El Museo Canario, con música de Juan Hidalgo, en el marco de una exposición conjunta de Francisco Lezcano y de Rafaely. Llama la atención su temática neo-yorquina, y el contagio que en ella opera de los ritmos negros del jazz, del blues, de los negro spirituals. Entre las reacciones que suscitó, mencionemos su reseña entusiasta por Pedro García Cabrera en el suplemento literario del diario tinerfeño La Tarde. “Da alegría –escribe ahí el exredactor de Gaceta de Arte–, una alegría de mar y soledad, oír crecer a este poeta, a Manuel Padorno, en la arena de nuestras playas interiores”.

"El viaje", 1955. Manuel Padorno, Elvireta Escobio, Manolo Millares, Martín Chirino y Alejandro Reino.Hay una fotografía de 1955, el año mismo de la publicación de Oí crecer las palomas, en la que sobre la cubierta de un paquebote, el Alcántara, vemos a Elvireta Escobio, a Manolo Millares, a Manuel Padorno, a Martín Chirino y al pintor Alejandro Reino, rumbo a la península, es decir, a la postre, rumbo a Madrid. Fotografía harto elocuente, ya que nos habla de un desarraigo, de la necesidad de marchar lejos, de cortar ataduras, que imbuía a aquella generación grancanaria. Pronto Millares y Chirino iban a convertirse en protagonistas fundamentales, en tanto que miembros del grupo El Paso, de la vida artística de la capital, mientras Padorno, pese a sentirse identificado con muchos de los objetivos de aquella plataforma, permanecía más en la sombra, sin decidirse todavía a dar el salto a lo público, algo que terminaría desembocando, tan sólo un año después de su llegada, en su decisión de elegir el camino, nada sencillo, del regreso.

Camino del regreso, camino del apartamiento, camino de la soledad insular. Camino que conduce a Padorno primero a Las Palmas nuevamente, donde trabaja en sus libros todavía hoy inéditos Salmos para que un hombre diga en la plaza (1956-1958) y Queréis tañerme (1958-1960), y luego, en 1961, ya casado con Josefina Betancor, a una tercera isla, Lanzarote, ya objeto de un soneto incluido en su breve Antología inédita 1959, publicada en 1960 en Las Palmas, como suplemento del sexto número de San Borondón, antología donde también encontramos, entre otras cosas, un soneto a Alonso Quesada, otro que glosa a León Felipe y que está dedicado a la memoria de José Luis Hidalgo, una imprecación titulada “Se puede desarmar la cruz” –desarmarla… para construir un barco, una casa, un árbol, un río–, y una composición, “Barco Julián”, que recrea, coloquialmente, la atmósfera del barrio de La Isleta, y más concretamente de su zona de La Puntilla. Años después, en 1983, Padorno dirá que sus faros, por aquel entonces, eran San Juan de la Cruz, Domingo Rivero –sobre el que volveremos– y el Poema del Cid, añadiendo: “esta reflexión y esa búsqueda de densidad me alejaba de Agustín Millares y de Pedro Lezcano, con quienes participaba en recitales; a ellos les preocupaba la moralidad del contenido del poema más que problematizar la escritura”.

Si Fuerteventura es objeto de un hermoso poema titulado “Fuerteventura (Puerto de Cabras)”, publicado en 1961 en el suplemento cultural del diario tinerfeño La Tarde, y recogido por Sebastián de la Nuez y Miguel Martinón en sus respectivas antologías de la poesía canaria, ambas de 1986, Lanzarote es el tema único del segundo y maravilloso poemario padorniano, A la sombra del mar, publicado en 1963 por Adonais, de cuyo premio había sido accésit el año anterior. Pieza fundamental, junto a composiciones de Tomás Morales, Alonso Quesada y Saulo Torón, o a los poemas del Unamuno desterrado en Fuerteventura, de cualquier antología básica del archipiélago, A la sombra del mar posee la virtud tan canaria de lo escueto, de lo esencial. El poeta no quiere irse jamás: “Quiero / quedarme aquí esta mañana siempre”. Contempla cómo “aran las barcas lentas la mañana”. Con acentos de una pureza que por momentos nos recuerda a cierto Juan Ramón Jiménez –un poeta que en su día había marcado decisivamente a los mencionados modernistas insulares–, pero con giros, con una sintaxis modernísima, con un tono ya sólo suyo, nos habla del sentimiento de insularidad, de la tierra y de las montañas rojas, del aire azul y de la luz, del mar – “mi casa el mar”: una expresión que volverá a menudo en su obra más tardía–, de los barcos, de las gaviotas y de los halcones y de los cuervos y de las garzas, de la arena y de las rocas –no de las cuevas: “no quiero / bajar del mar a pozo hondo, a cueva / oscura, a tierra negra” –, de “el cementerio aquel y la salina”, de un “pueblo en alto / de aquel barco”, de “los sembrados / por donde crece solitario el viento”, de “derramadas nubes / al sur, todas en vuelo”… De las gentes humildes, también, sembradores, segadores, viñadores, pescadores... “Hermoso taller”, como la califica en el título de la primera sección, la isla, antes que por él, había sido dicha, en prosa vanguardista, por Agustín Espinosa en su excepcional libro Lancelot 28º 7º (1929), que por cierto serviría para bautizar una colección literaria del Cabildo lanzaroteño en la cual aparecería, en 1989, una reedición del poemario padorniano, prologada por Miguel Martinón, un colega de una generación más joven. (Por mi parte, Lancelot 28º 7º lo asocio indefectiblemente con los Padorno: ahora lo tengo en su primera edición, pero lo leí por vez primera en la recopilación espinosiana que en 1974 preparó Alfonso de Armas para Taller de Ediciones JB).

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