Volví para quedarme no lo supe nunca bien, con certeza. Estar aquí me parecía por primera vez distinto y clamoroso. Estar aquí solo. Ver la ladera rodar al agua espejeante y azul. Ver el mar. Tenerlo delante todo el día. […] Desde la azotea, al mediodía, contemplar el incendio, el agua gaseosa, la lámina del agua. |
Se trata de un fragmento del libro En absoluta desobediencia; como en otros muchos lugares, Manuel Padorno recoge en él el programa poético y el proyecto de vida que llenó las dos últimas décadas de su trabajo, las que coinciden con su regreso a las Islas Canarias.
Contemplar, ver. El agua, el mar, la luz. Todo parece resumirse, condensarse ahí; pero querría dedicarle unos minutos esta tarde al modo en que tal programa se abría al pensamiento, o mejor, al modo en que constituía una forma de pensamiento. Seguramente no describiríamos a Manuel Padorno como un teórico; pero una propuesta aguda y peculiar de pensamiento resulta inseparable de su voz poética, de su conciencia de la escritura, de su insistencia en el ámbito que había ido dibujando.
El dibujo estaba dado, en sus trazos fundamentales, desde mucho antes de ese regreso a Las Palmas, quizá ya desde el memorable e inaugural A la sombra del mar (1963). Es un paisaje de nombres y verbos, casi no de adjetivos; de escasos elementos que flotan en un hoyo de luz: cielo, mar, playa, rocas, pájaros; la evidencia en extremo nítida del paisaje se siente como emoción: emoción estética, sí; pero, también, irreductible conexión con la vida. Flotan los elementos, porque prevalece sobre sus cuerpos, en torno a ellos, el ardor, la incandescencia de la luz: “el sol cayendo arriba llameante / ladera abajo el cielo sobre el mar”; y, así, se mueven como dentro de un remolino, intercambiándose, fundiéndose unos con otros: “Era de luz el mar, era de luz. / Acantilados donde la luz bullía, / donde la luz violenta se rompía”. Miguel Martinón, evocó una fórmula de la poética del espacio de Gaston Bachelard, “imaginación aérea”, para referir el “valor de elevación moral y alegría” (1) que habitaba en versos como éste: “gaviota remontando mayo sola”.
Sin embargo, desde principios de los años 80, cuando menos, a Manuel Padorno no pareció bastarle esta síntesis de mirada y emoción, que no obstante había de seguir manteniendo, sino que inició una reflexión paralela acerca de la forma en que las coordenadas culturales vigentes condicionaban los mecanismos perceptivos. En entrevistas, en artículos periodísticos, en relatos, en poemas, explicó una y otra vez que la pintura italiana pre-renacentista, personificada por él en Giotto, había creado el mundo tal como se ve en Occidente, tal como todavía seguimos viéndolo: se trata, por supuesto, de la incorporación de la perspectiva, pero también de determinada jerarquización de los hombres, los seres y las cosas, determinadas relaciones entre sociedad y naturaleza. Decía Manuel Padorno que la lección de las vanguardias pictóricas de hace ya un siglo estaba todavía sin asimilar en este sentido y que quizá vivíamos el momento de esa asimilación: “Algo toca fondo. Quizá la mirada contemporánea, desde Giotto hasta acá. Conclusa”. Y tal vez desde esta firme convicción suya podría considerarse toda su trayectoria.
De una columna publicada en la prensa, tomo este otro texto, similar al que cité al inicio, también un programa de trabajo, una poética:
Ver la luz, la real. Verla distinta. Pararse un momento en el trabajo mirando por la ventana la luz. Descubrir la luminosidad del mundo. De manera animal, casi animal. Sin entender demasiado qué está pasando en nosotros. |
Es un texto semejante al primero; pero aporta matices distintos: “de manera animal”, “sin entender demasiado”. Y es que, en el tipo de percepción que se propone, no cabe una distante mirada de espectador, una analítica lejanía, sino que percibir se concibe como contacto cuerpo a cuerpo con el mundo, cada uno de cuyos elementos es corpóreo también como nosotros, incluso en la mayor levedad de su apariencia: “Salgo encontrándome con cuerpos: / el árbol con sus plumas, a los pájaros / de grandes hojas verdes”.
La lengua de Manuel Padorno busca tal intercambio a través de algunos de sus gestos más personales. Entre ellos cuenta, sin duda, el continuo tránsito entre unas sensaciones y otras, entre unas realidades y otras, siguiendo la vieja pauta de Cristóbal del Hoyo, cuando, en su Soledad escrita en la isla de la Madera, decía: “Pero yo de vuestros ojos / me cegué por los oídos”. Si, en las frases que antes leí de Padorno, en los acantilados rompía la luz, en vez de las olas, ésta será característica de todos sus paisajes, todos ellos saturados por una red de correspondencias, en la que son tan móviles los sentidos humanos como las realidades naturales; su obra entera serviría como muestra, ya desde A la sombra del mar:
Suele la luz bajar, mirar oyendo,
bajar, echarse al suelo, oler, oler.
Va y viene luz mansa,
poco a poco se acerca, mira, huele,
picotea lo oscuro, amarillea
la arena, oscurece la tierra roja;
va y viene mansa, oyendo mira, pace,
poco a poco se aleja; rumia
mis ojos, rúmialos. |
Esta densidad y deslizamiento sensorial aporta la textura del mundo, la consistencia material de las redes que lo constituyen. Pero, a la vez, las sensaciones sinestésicas se alimentan, en Manuel Padorno, de un deseo de realidad que desborda los límites, los obstáculos de las convenciones y los códigos: para que la percepción afile su dardo, precise su blanco, debe someterse a un proceso depurativo, a una ascesis formal. El poeta ha utilizado para ello métodos como la reiteración o la puesta en marcha de maquinarias formales, de complejas regularidades estructurales (estrofas, tejidos numéricos, intenso trabajo métrico...); sin embargo, habría que hablar, en términos más generales, de su música como primer motor de la escritura.
No me refiero sólo a los elementos más notables del ritmo, en los que Manuel Padorno es un virtuoso y también un permanente innovador, sino a otros factores menos susceptibles de inventario, pero que determinan la peculiar corporeidad musical de su poesía. En efecto, si he hablado de “cuerpo a cuerpo” con el mundo, no parece menos física la relación que se mantiene con la lengua: viva, móvil, capaz de exprimir a la vez las posibilidades semánticas y sonoras, las sociales y las más privadas de cada vocablo; así, él mismo relata:
Parece que quisiera familiarizarse con las palabras cada noche largamente, con urgencia. Que tratara de amansarlas, saber qué peso tienen, qué cuerpo, cantidad de sal, qué levadura, combustión, susurro, silabeo, silbo. |
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